“El proletariado inglés se está aburguesando cada día más”, le escribía en una carta Friedrich Engels a Karl Marx, el 7 de octubre de 1858. Y luego fundamentaba su percepción: “Esta nación (Inglaterra), la más burguesa de todas, aspira a tener al lado de la burguesía a una aristocracia burguesa y a un proletariado burgués. Naturalmente, por parte de una nación que explota al mundo entero, esto es, hasta cierto punto, lógico”.

Lo que Engels le decía a Marx hace 162 años era que el aburguesamiento del proletariado, de las clases más oprimidas, era una aspiración casi natural, lógica, sobre todo en países que están en la cima de la cadena trófica geopolítica, que explotan, saquean y parasitan a otras naciones, como lo fue claramente el Imperio Británico en el Siglo XIX.

Más adelante, el 12 de septiembre de 1882, Engels le escribía a Karl Kautsky, un teórico marxista checo que luego militó en el Partido Socialdemócrata alemán: “Me pregunta usted qué piensan los obreros ingleses acerca de la política colonial. Lo mismo que piensan de la política en general. Aquí no hay un partido obrero, no hay más que radicales conservadores y liberales, y los obreros se aprovechan, junto con ellos, con la mayor tranquilidad, del monopolio colonial de Inglaterra y de su monopolio en el mercado mundial”.

Hay que entender que estas correspondencias ocurrían en el auge del imperio, el más extenso de la historia (casi 34 millones de kilómetros cuadrados), cuyos inicios se fechan en 1497 y su final se sitúa, simbólicamente, en 1997, cuando Gran Bretaña le devuelve Hong Kong a China, tras 99 años de ocupación colonial.

Algunos pensadores no coinciden en que este imperio haya finalizado en 1997, principalmente porque Gran Bretaña sigue ocupando ilegalmente territorios en los cinco continentes.


Un niño rico

Engels, filósofo, sociólogo, periodista, revolucionario y teórico comunista y socialista alemán, era hijo del propietario de una importante fábrica textil en Manchester, Inglaterra. Un burgués en sí mismo, hijo de un “explotador” capitalista, en el corazón del Imperio Británico.

Quién más sino él podía comprender acabadamente el inevitable proceso que, tarde o temprano, llevaría al aburguesamiento del proletariado.

Estos intercambios epistolares están citados en el libro “El imperialismo, fase superior del capitalismo”, escrito por Vladimir Lenin, en 1916.

Es que, justamente, fue Lenin quien reformula este Talón de Aquiles del socialismo, 60 años después, durante la Primera Guerra Mundial, cuando plantea la teoría de “la aristocracia obrera”.

Tesis que luego sostuvo durante varias décadas la III Internacional comunista (organización que pretendía globalizar la dictadura del proletariado), aunque considerada luego por algunos sectores de la izquierda, como el trotskismo, como una teoría sociológica contrarrevolucionaria, que buscaba dividir al movimiento obrero.

En ese libro, Lenin describe, acompañado por múltiples datos y estadísticas de la época, cómo en los países más desarrollados, como Alemania, Inglaterra o Estados Unidos, estaba llegando a su fin el libre mercado que proponía el capitalismo (palabra acuñada, justamente, por Marx), para dar lugar a otro fenómeno: la concentración del capital en grandes monopolios transnacionales que acaparaban sectores enteros de la producción.


Otro mundo

Un siglo después esto ya es historia, sobre todo porque ya ha ocurrido.

El libre mercado entre naciones y entre pequeñas y medianas empresas ha sido sepultado por un centenar de grandes corporaciones multinacionales que hoy controlan la economía mundial real.

Los gobiernos se han ido convirtiendo en meros mostradores aduaneros y en una especie de embajadores de este nuevo orden, que no sólo se fagocitó al “capitalismo puro” del Siglo XIX, sino que también, como no podía ser de otra manera, se llevó puesto consigo, a fines de los 80, a su antagónico necesario, el socialismo.

Hay 11 empresas que valen más que la Argentina, y más aún si es con argentinos adentro.

Sólo Google (Alphabet Inc), la quinta corporación más importante del planeta, cuesta más del doble que toda la Argentina. Y se estima que en una década ya habrá más de 20 corporaciones más valiosas que nuestro país.

Es por eso que un contexto de “realpolitik”, la ONU es una asamblea estudiantil al lado del poderoso Foro de Davos.

Sin grandes capitalismos nacionales, salvo en las microeconomías regionales, y sin socialismos utópicos en pie, excepto algunas telarañas persistentes en el Caribe, África y el sudeste asiático, surgieron nuevas formas de organización política, ya sin tanta gravitación real en las economías nacionales, como ocurría en el siglo pasado.

Entre ellas, los populismos, ya sean con marquesinas de derecha o de izquierda, lo mismo da.

Es que, aunque a simple vista parezca descabellado, hay bastantes más similitudes que diferencias entre populistas como Donald Trump y Hugo Chávez o entre Vladimir Putin y Jair Bolsonaro, e incluso podemos incluir en la misma lista a Boris Johnson, Lula da Silva o Cristina Fernández.

Si en un discurso nacionalista de Trump reemplazamos la palabra “mexicanos” por “yanquis”, bien podría ser un sermón de Chávez o de Cristina.

Todos populistas nacionalistas que “juegan un juego en el que aparentan ser radicales, pero continúan sometidos a las coacciones del capitalismo. Tienen cierta retórica de pelear contra el enemigo, pero son sólo juegos de palabras, retórica vacía. En este momento, cuando debería proveer resultados, el populismo ha perdido completamente”, sentencia el filósofo esloveno Slavoj Zizek.

Cuando Zizek dice que estos populismos han perdido completamente se refiere a varios frentes, aunque hace foco en la pandemia del coronavirus. Brasil, Inglaterra, Rusia o EEUU están entre los países que peor han manejado esta crisis.

Populismos nacionalistas con raigambres en un Siglo XX que ya no existe, y por eso es igual que sean de derecha o de izquierda, porque no son más que una cáscara vacía, usurpando banderas que no les pertenecen, como ocurrió con el kirchnerismo en Argentina, que se apropió de causas que históricamente fueron combatidas por el peronismo radical, más conocido como el “peronismo de Perón”.


¿Por qué triunfan los que triunfan?

Continuando con el ejemplo del manejo de la pandemia, como pretexto para buscar un norte político en medio de tanto desconcierto de la humanidad, Zizek, quien afirma que son tiempos en que deberíamos apelar más a la filosofía y menos al pragmatismo, se pregunta y se responde: ¿Cuáles son los países que mejor han administrado esta crisis? Y encuentra comunes denominadores sorprendentes, aunque si se los analiza sin prejuicios, no lo son tanto.

Son países racionales, moderados. En general de izquierda, pero de izquierda mesurada, fría, muy lógica y aquí, lo más revolucionario, son territorios administrados mayormente por mujeres, como Alemania (Angela Merkel), Nueva Zelanda (Jacinda Ardern), Finlandia (Sanna Marin), Noruega (Erna Solberg), Taiwán (Tsai Ing-wen), Hong Kong (Carrie Lam), y Dinamarca (Mette Frederiksen).

En la lógica contraria, en la de la desmesura, a Trump su racismo le explotó en el rostro y puso a EEUU al borde de una guerra civil, que algunos analistas no descartan que aún pueda ocurrir.

Lo mismo que el antiimperialismo de Chávez-Maduro está acabando, vaya paradoja, con su propia nación. Igual suerte están corriendo neofascistas como Putin o Bolsonaro, anclados en la Guerra Fría, enamorados de un mundo bipolar que ya no existe.


En este siglo

Por el contrario, los países que menciona Zizek como ejemplos de buenas administraciones, además del saludable fenómeno del feminismo, de la real paridad de género en el poder público, no sólo en la retórica, tienen otros puntos en común que rompen los rígidos paradigmas del siglo pasado: pese a tener gobiernos de centroizquierda, impulsan la iniciativa privada como el principal motor de sus economías, mientras imponen fuertes controles antimonopólicos.

Son naciones con importantes coberturas en salud pública, jubilaciones y seguros de desempleo, con gran intervención estatal en materia de seguridad social y servicios, pero a la vez tienen los niveles más bajos de burocracia en el mundo.

Países donde, vaya otra coincidencia, se exige la menor cantidad de trámites para montar una empresa, todo lo contrario de la Argentina, que figura en el puesto 120 del ranking Doing Business, índice que mide las posibilidades y las facilidades para hacer negocios en el mundo.

Y en la Global Business Complexity Index (Índice global de complejidad de negocios), Argentina figura en el puesto 18 del mundo, de abajo hacia arriba. Es decir, entre los 20 peores.

Estos índices miden burocracia, cantidad de trámites para montar un negocio, carga impositiva, leyes laborales, corrupción, facilidades de acceso al crédito, tiempo que requiere cada permiso, costos de los trámites, seguridad jurídica, etcétera.

Por ejemplo, mientras en Auckland, Nueva Zelanda, se necesitan siete días para obtener un permiso de construcción, en Buenos Aires hacen falta 354, según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).

Y la comparación que hacemos no es caprichosa. Ambos son países meridionales, periféricos, muy alejados de los centros de poder mundial y sin embargo... Lo que en la tierra de los All Blacks se hace en una semana, en el país de Los Pumas lleva un año.

Si proyectamos esta descomunal diferencia de plazos y burocracia a todos los órdenes de la producción, es sencillo entender por qué Argentina no crece hace décadas, ni crecerá, aunque gobiernen Napoleón Bonaparte o Alejandro Magno.

El presidente Alberto Fernández ganó las elecciones con un discurso moderado, antigrieta, más cerca del nuevo siglo que del anterior, en donde repitió varias veces “o salimos entre todos o no salimos más”. Hoy enfrenta una grieta en su propio espacio, con tironeos entre el pasado y el presente.

Y en Argentina, ya sabemos, en general, siempre termina ganando el pasado, porque es un país que atrasa. Un país que emite un billete nuevo todos los años, que cambia de moneda cada década y que ya tiene a seis de cada 10 niños bajo la línea de pobreza, y en aumento. Es decir, sin futuro.

“El proletariado argentino hace rato que está aburguesado”, suponemos que escribiría hoy Engels. Tenemos demasiada “aristocracia obrera”, parafraseando a Lenin. Aristocracia sindical, aristocracia política, aristocracia empresaria, aristocracia académica, y nadie quiere ceder su trono, entonces seguimos acumulando privilegios y restando obligaciones.

Demasiados coronados no hacen un reino más grande sino más débil, más confuso, más injusto.

Esa es Argentina, un país atrapado en el tiempo desde hace más de un siglo y que bien encaja en las descripciones de los intelectuales políticos, pero en las que hacían hace 160 años.